Hamlet Lima Quintana: «Yo creo que a todo el mundo le pasa algo especial cuando escribe»

Revisando el arcón de los recuerdos, nos encontramos con esta preciosa entrevista al poeta centenario Hamlet Lima Quintana, y que nunca antes había sido publicada. Hamlet repasa su vida, su motivación por la escritura y su amistad con Tejada Gómez.

Dentro de la música popular argentina, la poesía de Hamlet Lima Quintana se sumó a una renovación del cancionero que ya venían gestando autores como Manuel J. Castilla, Jaime Dávalos o Ariel Petroccelli. Con La Amanecida, que compuso junto a Mario Arnedo Gallo en 1953, marcó una renovación en la poesía de la canción popular. Si hasta el momento las letras se circunscribían al paisaje y al relato costumbrista, con La amanecida aparece otro vuelo literario. El lo explicaba de este modo: “Cuando lo correcto hubiera sido decir ‘me fui del rancho, le dije adiós con la mano’ (se refiere a la zamba Mama vieja, popular en la época), yo prefería metaforizar la idea escribiendo ‘monte de soledad, nos vamos bebiendo el día, (versos de La amanecida)”. 

Entre las décadas del ‘40 y el ‘60 fue músico y cantor. Integró los grupos Los Musiqueros y Los Mandingas, y trabajó con Ariel Ramírez y Mario Arnedo Gallo, entre otros. Más tarde incursionó como solista, hasta que dejó de cantar y se centró en la labor de poeta y narrador. También fue periodista en la agencia de noticias United Press y en el diario Clarín, donde escribió en el suplemento cultural y en Política, entre otras secciones. Además desempeñó oficios más terrestres: Fue vendedor de libros de Editorial Sudamericana, cobrador, empleado del Instituto Nacional de Cinematografía. 

En los años ’60 nace en Mendoza el Movimiento del Nuevo Cancionero, fundado por Armando Tejada Gómez, Oscar Matus, Mercedes Sosa, Eduardo Aragón y Tito Francia, que inspirró a movimientos similares en todo el continente, entre ellos al de la Nueva Trova Cubana. Hamlet Lima Quintana se sumó a esta línea estética y años más tarde consolidó una famosa amistad con Armando Tejada Gómez, plasmada luego en el libro Los referentes y en algunos espectáculos. 

A esa amistad se sumaron otras: las de Mercedes Sosa, Moncho Miérez, Víctor Heredia , Los Trovadores, Los Andariegos, Homero Expósito, Ángel Cárdenas, Juan Carlos Lamadrid. Otros grandes amigos suyos fueron Miguel Angel Asturias, Rafael Alberti, Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, el pintor Carlos Alonso y el titiritero Javier Villafañe.

Su militancia en el  PC lo llevó al exilio en España en 1978. Allí lo esperó su amigo Tejada Gómez. Al año siguiente regresó a la Argentina. «Quería ser actor de lo que pasaba en mi país», explicaba él. 

Siempre hablaba de “una obra inconclusa”: su verdadera obra, decía, era la que iba a hacer mañana. “Quien quiera ver la luz que empuñe una canción y que despierte”, también decía, asumiendo una tenaz militancia cultural. 

La siguiente entrevista fue realizada el 28 de Octubre de 1995, cuando Hamlet Lima Quintana estaba escribiendo su libro número 23, En el fondo del horizonte.

– ¿Por qué está tan presente en su obra la llanura?

– Aparece aunque yo no lo quiera, porque yo me crié en Saladillo, en el centro de la provincia de Buenos Aires. De ahí es la familia de mi madre, y ahí aprendí a caminar sobre un piso de tierra, aprendí lo que es poner la mesa con la melodía de una canción. 

«La poesía y la música fueron mi alimento cotidiano desde mis primeros años: mi padre escribía poesía, tocaba la guitarra y el piano, mi madre también se sentaba al piano, de tal modo que la música y el canto eran como respirar, servir la mesa o abrir la puerta para ir a jugar. En Saladillo, donde pasaba de cuatro a cinco meses al añ, la guitarra y el cant también sonaban diariamente, aunque en otro estrato. Música de rancho, en un rancho de barro con piso de tierra (ver mi cuento «El carancho», del libro Cuentos para no morir). Allí aprendí a tocar y a amar la guitarra, un estilo, una huella, una ranchera.  

De modo que me considero un privilegiado, pues desde mi infancia tuve en las manos los elementos formativos, el acceso a una cultura popular que me llegaba por los oídos, los ojos, la transmisión oral y los libros en mi casa. Razón por la cual comprendí claramente desde hace mucho tiempo que no permitir que el pueblo tenga acceso a la cultura es un hecho que integra un verdadero y siniestro plan para destruir la cultura de ese mismo pueblo».

* Extraído de Cancionero, Torres Agüero Editor, 1986.

– Su “Zamba para no morir” es la que más se ha popularizado. ¿Cómo es la historia de esa obra?

– Me estás hablando de la parte cantada de mi obra, pero la mayor parte de mi obra no es cantada. Son dos cosas distintas, aunque tienen el mismo sentido, y yo no separo entre ambas. “Zamba para no morir”, por ejemplo, tiene antecedentes dentro de la poesía escrita: en un poema mío que se llama “Tan distantes y tan desconocidos”. No en la forma, pero sí en la esencia, en el enfrentamiento con la muerte. En esa zamba, lo que yo hago es negar la muerte. No como un hecho físico, sino como un hecho definitivo. Y negar la muerte es la forma más intensa de libertad.

– Usted dijo que no distingue entre poesía cantada y escrita. ¿Cuándo empezó su labor dentro de la poesía cantada?

– Las dos cosas empezaron cuando yo era muy chico. Creo que fui un privilegiado: tenía en mi casa acceso a las dos cosas, la música y la poesía. Mi padre escribía poesía, además tocaba el piano y la guitarra muy bien. En mi casa se cantaba. En Saladillo, donde yo me he criado, se tocaba la guitarra con otro trato, de otra forma. Era un rancho de barro, con piso de tierra. No era una estancia. Entonces, desde chico supe lo que es estar con una guitarra o cantando. Fue normal para mí.

-¿Para que se siente a escribir un poema o una canción, le tiene que pasar algo en especial?

– Yo creo que a todo el mundo le pasa algo especial cuando escribe. No creo mucho en lo que se llama inspiración. Lo que sí hay son momentos en los que uno está más dispuesto a escribir. Pero en cuanto a los temas que mueven a escribir, corren todos los días alrededor de uno. Basta mirar alrededor para darse cuenta.

– ¿Quiénes estuvieron siempre a su alrededor, apoyándolo?

– Podría decir que tengo todo un pueblo donde apoyarme. Y los amigos… Hay una frase de La rama dorada que dice: “Lo semejante atrae a lo semejante”. Uno se mueve dentro de un círculo de semejantes. Las mismas coordenadas son las del mismo idioma… Sentir la calidez de las personas es normal. Un gran semejante es Armando Tejada Gómez. Con él vivimos desde hace muchos años viajando, en contacto con el pueblo. Ahí es donde uno siente el apoyo.

¿Cómo definiría a Armando Tejada Gómez?

– Es uno de los poetas más importantes del habla española de las últimas décadas, sin lugar a dudas. Uno de los grandes poetas que ha parido este país. En cuanto a su contacto conmigo, desde que nos conocimos ha sido permanente. En mi libro Los referentes cuento la historia de nuestra amistad. Mucha gente de pronto creía que nosotros podíamos rivalizar en cuanto a la poesía, pero jamás ocurrió eso. Al contrario, éramos complementarios. Teníamos los mismos temas, los mismos conceptos. Pero la forma era distinta. Es decir, Armando, como es mendocino, tiene un idioma en su obra que entronca con toda la parte del Pacífico, que al mismo tiempo es relativa a los centroamericanos. Un idioma abundante. En cambio yo, como me he formado en la llanura, soy más sintético. Por lo cual ni siquiera nos podíamos influenciar uno al otro. En los espectáculos que hacíamos juntos, había un momento al que nosotros llamábamos “Poema contra poema”. Había que conocerse mucho para saber qué poema había que poner después del que ponía el otro. No estaba armado, tenías que conocer en qué estaba pensando el otro. El público no notaba diferencias, aunque teníamos diferencias de idiomas. Pero como nos íbamos siguiendo con los conceptos, la lucha era la misma, y el sentido social era el mismo, parecía que no había diferencias entre ambos.

¿Quiénes eran los que creían que podían rivalizar?

– Era gente de oficio más o menos similar al nuestro. Digamos, gente que estaba arriba del escenario. Entonces venían y me contaban que Armando había dicho tal cosa de mí. O al revés. Hasta que un día nos encontramos en un boliche de Buenos Aires. El me llamó aparte y me dijo: “Mirá, alguien me dice que vos opinás esto de mí”. Yo le dije que a mí me pasaba lo mismo, que había gente que me hablaba mal de él, y le pregunté quiénes eran los que le decían esas cosas. “Fulano y fulano”. “Ah, bueno, son los mismos que me lo dicen a mí”. Entonces le dije: “Vamos a joderlos nosotros y vamos a ser más amigos todavía”. “Bueno”, me dijo. Y se acabó el asunto. Cuando los otros se dieron cuenta, se calmaron.

 – Usted ha dicho que sus compañeros de aquella época eran “poetas marginales” ¿Por qué?

– No fui yo el que los llamó así. Yo relato, en el cancionero, que en la época del gobierno militar -perdonando la palabra-, en las cátedras de Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras se enseñaba que los poetas que escribíamos canciones éramos poetas marginales. Eso estimulaba una marginación tremenda, y caían muchos en la volteada. Porque en esa época ya se le había puesto música a poemas de Borges, Sábato, María Elena Walsh, Manuel Castilla. Entonces, parece que la poesía argentina estaba toda “marginada”. Por eso yo decía que si estar en la boca del pueblo que canta significaba ser marginal, entonces orgullosamente yo era un marginal.

– ¿Cuál es su obra preferida?

– Mi libro preferido siempre es el último, hasta que empiezo a escribir el que le sigue. Entonces el anterior ya pasa a segundo plano. Hay un cuento que elijo para abrir casi todos mis recitales, Cuento con un nombre, que está en mi primer libro de relatos. Mucha gente ha pensado -y yo mismo he estado de acuerdo- que debería haberse llamado El cuento de la libertad. Empieza hablando de la trampa y de la jaula, y termina diciendo: “Desde entonces esto de la trampa y de la jaula le ha venido ocurriendo a los pájaros y a los pueblos”. Lo elijo porque es una relfexión sobre la libertad. En segundo lugar, porque me surgió cuando mi segunda hija, Silvia, estaba en cama oscilante por la famosa fiebre de polio del verano del ’56. Ella ya murió hace ocho o diez años, es una fecha de la que procuro olvidarme.

– ¿Tiene algún sueño, algún objetivo, de aquí a algunos años?

– Sólo quiero seguir haciendo “la obra”, y esa es una tarea cotidiana. No quiero decir con esto que yo escriba todos los días. Escribo cuando tengo la obra ya madura, sé adónde quiero llegar y cómo tratar de llegar a eso. Ahí puedo escribir durante diez horas por día, un mes. Y tengo el libro. La meta es hacer la obra, no hablar de la obra. Conozco mucha gente que habla de lo que va a hacer en el café y después hace el tres por ciento de lo que dijo que iba a hacer. Yo no hablo de lo que voy a hacer, hablo de lo que hice. “La obra” no tiene que tener interrupciones. Yo puedo dejar de escribir tres meses, pero eso no es una interrupción, significa que estoy gestando, proyectando la obra. En la obra de juventud se puede perder tiempo, en la obra de madurez ni un sólo día, porque es irrecuperable. Esto me lo dijo hace muchos años uno de mis maestros, Miguel Angel Asturias. Y me dijo otra cosa: no se puede, como hacen algunos, dedicarse a otra cosa durante un período extenso para consolidar una situación económica, y después continuar la obra, porque se produce un pozo que después no se puede llenar con nada. Es cierto eso, eh.

– ¿Cómo influye en el poeta el sufrimiento del exilio?

– Influye como en cualquiera que tenga que estar en el exilio, no es diferente para el poeta. No creo que exista un  período más angustioso que el exilio, así sean seis meses o seis años. La angustia es una señora que no abandona nunca al exiliado. Quien se va porque tiene una beca o por motivos profesionales, se va voluntariamente. Puede tener nostalgia, pero no angustia. La angustia del exiliado es tremenda porque al regreso, según el tiempo que haya pasado, hay mucha gente que no se readapta y tiene que volverse a ir. Hay casos de los que yo he sido testigo. Cuando recién pudo volver Juan Gelman, empezó a trabajar en un diario. Fijáte que buen criterio tendría el diario que le dieron trabajo como corrector de pruebas. A Juan Gelman. Yo no lo había visto desde su regreso. Un día estaba en Primera Junta, a punto de cruzar la calle Rosario para tomar el subte, y me abrazaron de atrás, con un abrazo muy cálido. Era Juan. Lo miré y lo único que se me ocurrió decir fue: “duele volver, Juan, ¿no?”. Y él se puso a llorar. Y aguantó menos de un año. Se volvió a México, aunque ahora viene cada tanto. Otro caso fue el de Delfor Sombra, integrante del dúo Sombra – Arena, excelente músico y cantante de Santa Rosa, La Pampa: vivió años en México, donde fundó el grupo Sanampay. Y volvió a Santa Rosa, donde había nacido. Estuvo un año y no se adaptó. Se volvió. Lógico, se vuelve a un país que no es el que se dejó. Es duro aún para los que estuvimos poco afuera, como Armando y yo, que estuvimos un año.

¿Y cómo fue el regreso en su caso?

– Nosotros nos propusimos volver en Tenerife, Canarias. Queríamos ser actores de lo que pasaba acá. Era fines del ’78, principios del ‘79. Mis amigos me decían “te van a matar”. Y yo había dejado a toda mi familia, y pensaba: “que me maten, quiero estar allá, ser parte de lo que pasa”. Estuve un año afuera, y volver fue dificilísimo. Esa angustia que vos tenés la trasladás. Yo recién pude escribir sobre España cuatro años después de volver, en el libro Situación personal. Hasta ese momento, cuando me ponía a escribir sobre España me empezaba a angustiar. Es feroz la angustia del exilio. Eso que hacían los antiguos de condenarte, más que a la pena de muerte, al exilio, era cierto. Tenían razón. Hubo quienes murieron por la tristeza del exilio, aún después de haber vuelto. El escritor Antonio Di Benedetto, por ejemplo. O el actor Luis Politti, que murió en Francia. Es tremendo eso.

El que se va forzado, se va forzado por amor a su tierra. Porque es un luchador, ama a su tierra, a su pueblo. Para el luchador, salvarse solo no sirve. Por eso va al exilio, y por eso le duele muchísimo más. Y al volver le duele encontrar a ese pueblo al que dejó en peores condiciones. Y además no se adapta a ver que gente que era luchadora con él, cuando vuelve ya no son más luchadores. Es muy duro adaptarse a eso.

– ¿A qué se debió que usted sí se haya adaptado?

– A que soy un militante. Fundamentalmente. Soy un luchador, y entonces uno siempre se encuentra con gente que se anima a decir “no”. Hay gente que ha cambiado como si le hubieran hecho un lavado de cerebro. Un viejo una vez me dijo: “no se olvide nunca, la sensualidad del poder está siempre unida a la sensualidad del dinero”. No quiero dar nombres en este momento, porque el último es muy amigo mío. (Agregar: Se refiere a Enrique Llopis, quien en ese momento era diputado por Unidad Socialista?? y lanzaba su candidatura como intendente de Rosario por…) Pero pese a eso, siempre quedan los que están en la lucha, y ellos te ayudan a readaptarte otra vez.

Entrevista inédita realizada por Silvia Majul

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